«Pero la emperatriz tenía bastante influencia en Claudio, y para orquestar su maléfico plan se hizo asistir del catador del emperador para suministrarle un veneno mortal que lo llevaría irremisiblemente a la muerte».
Por Juan Alberto Liranzo
Recientemente terminé de leer una interesante biografía del emperador Nerón, escrita por el historiador alemán Philipp Vandenberg. “Nerón: emperador y Dios, Artista y Loco”, es presentado por el escritor alemán como uno de los emperadores más excéntricos de la Roma Imperial, pero más común que las excentricidades exhibidas por Julio Cesar.
De acuerdo al historiador, diversos estudios hechos por psiquiatras en torno a la figura del romano concuerdan que no obstante a las extrañezas del déspota, el mismo no puede ser considerado como un loco en la historia romana, sino como un personaje cuyas actuaciones, en muchos de los casos, obedecían a conveniencias de carácter evidentemente políticas.
Una de las cosas que me llamó la atención a lo largo de la lectura fue la manera en que Agripina, casada en terceras nupcias con Claudio, entonces emperador de Roma y madre de Lucio Domicio Enobarbo (Nerón), conspiró contra su propio esposo para heredarle el trono a su hijo, que por derecho no le correspondía a Nerón, sino a Británico, hijo consanguíneo de Claudio. Pero la emperatriz tenía bastante influencia en Claudio, y para orquestar su maléfico plan se hizo asistir del catador del emperador para suministrarle un veneno mortal que lo llevaría irremisiblemente a la muerte. La argucia utilizada por Agripina para ganarse al catador sigue siendo un misterio en la historia de la antigua roma.
Llama la atención como la política era ejercida en aquellos tiempos empleando métodos tan rudimentarios como despiadados. La fatídica historia que envuelve el ascenso de Nerón al trono romano no era la excepción en aquellos tiempos, sino que todas las civilizaciones antiguas estuvieron marcadas por luchas fratricidas que daban como resultado la aparición de nuevos emperadores, hombres de estado o gobernantes. Eliminar físicamente al contrario, así se tratara de un familiar o no, era el método por excelencia en la política antigua, y pocas veces la diplomacia surtía los efectos deseados.
La política en nuestros días sigue siendo igual, aunque evidentemente “las buenas formas” juegan un papel más preponderante. Sin embargo, el verbo “eliminar” o “destruir” es el recurrido cuando no se tienen más opciones.
Robert Green, autor del famoso ensayo Las 48 Leyes del Poder, considera en su afamado trabajo que al enemigo, cuando se trata de política (no necesariamente política partidista), debe ser destruido sin contemplaciones y sin miramientos cuando no se puede ganar para sí a ese adversario. Naturalmente, el autor de la obra utiliza el término destruir en sentido figurado, pues no sugiere la destrucción física de nadie, sino su eliminación moral como medio de generar descredito en torno a la persona atacada.
Es evidente, en nuestros días la práctica política se sustenta en aquel despiadado juego de poder, y al igual que en los tiempos antiguos, vencer, eliminar o destruir al enemigo sigue siendo el objetivo de todo aquel que se propone alcanzar un espacio de poder disputado por otro.