Por Jimmy Rosario Bernard
El progreso tecnológico es el cuento de hadas moderno. Nos lo vendieron como un camino recto hacia la libertad: pantallas más nítidas, algoritmos más rápidos, ciudades inteligentes. Pero detrás de ese espejismo hay una verdad incómoda: avanzamos hacia adelante pisando cadáveres de niños, ríos y mentes.
En Agbogbloshie, Ghana, Kofi —12 años, manos agrietadas— desmontó un MacBook con un martillo oxidado. Su premio: 50 céntimos por extraer cobre, mientras el plomo de la batería le carcome los pulmones. A 8.000 km de allí, en California, un ejecutivo de Silicon Valley tuitea sobre «sostenibilidad» desde su iPhone 16, fabricado con minerales que alguien como Kofi cavó en el Congo. Esta no es una brecha: es un abismo moral disfrazado de innovación.
Los datos duelen más que cualquier ficción distópica: cada año, 62 millones de toneladas de basura electrónica —suficiente para sepultar París bajo microchips— se exportan a países donde niños las despedazan sin guantes. Solo el 18% se recicla; el resto envenena pozos y cultivos. Mientras, la OMS advierte que el «tecnoestrés» ya afecta al 73% de los millennials, atrapados en una carrera por producir más, consumir más, ser más… hasta que el cuerpo o la psique dicen «basta».
¿Quién paga realmente la fiesta del progreso? Las corporaciones han perfeccionado un doble juego cínico: Apple promete carbono neutral en 2030, pero según The Guardian, el 78% de sus reparaciones son denegadas para forzar compras nuevas. Amazon incinera millones de productos no vendidos —incluidos pañales y alimentos— porque «es más barato que donarlos». Samsung bloquea el software de dispositivos reciclados para hacerlos inútiles. Es un sistema diseñado para fracasar, porque su éxito depende de nuestro fracaso como especie.
Pero hay grietas en este muro de inhumanidad. Noruega multa con el 30% del valor a empresas que vendan productos irreparables. Francia penaliza los emails después del horario laboral. En Kenya, startups convierten placas base en paneles solares para escuelas sin luz. Y la UE exige que las marcas publiquen manuales de reparación por una década. Son victorias pequeñas, pero demuestran que el cambio no es utópico: es una decisión política.
El verdadero progreso no se mide en teraflops ni seguidores, sino en cuántos Koftis respiran sin dolor, cuántos ríos recuperan su cauce, cuántas mentes desconectan sin culpa. Necesitamos leyes que castiguen la obsolescencia programada como un crimen —que lo es—, consumidores que exijan dispositivos modulares como el Fairphone (dura 7 años y se ensambla como Lego), y sobre todo, una rebelión contra la mentira de que «lo nuevo» siempre es mejor.
La próxima vez que sientas el impulso de renovar tu smartphone, recuerda: en algún lugar del mundo, un niño está pagando con su salud tu actualización. *El futuro no será high-tech ni low-tech: será justo o no será*. Y eso, querido lector, depende menos de los ingenieros en Cupertino que de ti hojeando este texto.